Cuando alguien pregunte qué representa Marcelo Gallardo, no bastará con una respuesta simple ni con resumirlo en un par de palabras. Será necesario señalar esas tribunas imponentes del Monumental, que vibran de manera incesante, esas mismas que se agitan con un fervor que parece eterno. Esas tribunas son el reflejo de una historia que va mucho más allá de un simple esquema táctico o un planteo estratégico. Porque el Gallardismo no solo se define por una mentalidad ganadora, que por supuesto la tiene en abundancia, sino también por un carácter inquebrantable, una personalidad arrolladora, una claridad en el mensaje que trasciende el vestuario y llega al hincha, una convicción inquebrantable que se percibe en cada jugada, una ambición sin límites y una determinación que parece no conocer obstáculos.
El Gallardismo es, además, ese don especial para amargarle la vida a Boca, para promover jóvenes talentos de la cantera, para imprimir intensidad hasta en los partidos de fútbol-tenis en los entrenamientos, para mantener siempre la guardia alta, para hacer que la gente crea, para generar ese sentido de pertenencia que hace que todo River se una en una sola voz, una voz que resuena en cada rincón del Monumental. Incluso, es ese tic tan característico de llevarse la mano a la nariz, especialmente en la Bombonera (quizás por un ácaro, tal vez por el polen del césped que allí crece), un gesto que, aunque pequeño, se ha convertido en una especie de ritual en los momentos más tensos.
Pero, más allá de todos esos detalles, si hay algo que define al Gallardismo, es la capacidad de hacer felices a esas tribunas del Monumental, que no paran de moverse de un lado al otro, que saltan al ritmo de los cánticos y que vibran con una energía casi desbordante. Porque, en resumidas cuentas, el Gallardismo es la fórmula para cumplir los sueños del hincha de River, una fórmula que Marcelo Gallardo ha sabido perfeccionar con el tiempo.
Un claro ejemplo de esto se vio cuando Gallardo, con su River, logró una de esas gestas que quedarán para siempre en la memoria: vencer a Boca en la Bombonera con un equipo plagado de suplentes y, apenas unos días después, despachar a Colo Colo en el Monumental. Todo esto en una seguidilla de emociones intensas, arrolladoras, que parecían no dar respiro. En no más de 72 horas (el equivalente a dos días laborales, tal vez una visita rápida al supermercado, un paso por el gimnasio y dos o tres idas a buscar a los chicos al colegio), en ese breve lapso de tiempo, River volvió a ser el River que todos sus hinchas conocen y aman, ese River que se carga de energía en los momentos más decisivos.
El martes, en una nueva noche mágica, River dejó en el camino a un Colo Colo dirigido por Jorge Almirón, un equipo que juega bien, con buen pie, con sociedades fluidas y un esquema táctico sólido (como ya lo había demostrado la semana anterior en Chile), pero que, además de no repetir ese nivel en Buenos Aires, cometió el error de intentar llevar estos cuartos de final al terreno de un clásico River-Boca. Ya sabemos cómo terminó esa historia: Arturo Vidal, con su habitual bravuconería, habló más de la cuenta, alardeó de sus títulos, posó con la camiseta de Boca y, para rematar, se convirtió en streamer del superclásico, comentándolo, analizándolo y lamentándose en vivo por la derrota de su equipo. Pero eso no fue todo. Almirón, confiado en que River sufriría en la Bombonera, esperaba ver a un equipo debilitado. Un error mayúsculo. Porque este es el equipo de Marcelo Gallardo, y si algo ha hecho el Muñeco es cambiar por completo esa ecuación que parecía inmutable durante años.
El festejo de Colidio tras el gol es solo una muestra de lo que este equipo es capaz de hacer bajo la dirección de Gallardo.
Se necesita mucho más que hablar de más y calentar el ambiente para poder imponerse a este River. Mucho más que juego brusco o hacerse el valiente. Mucho más que charlas vacías o provocaciones infantiles. Para vencer a este equipo, se requiere algo más profundo, algo que va más allá del simple juego físico o mental. Porque este River es un equipo que se planta con firmeza, que no tiene demasiados lujos en su juego, pero que ha logrado algo sumamente difícil de conseguir: una identidad basada en el carácter, la personalidad y la inteligencia en cada decisión que se toma en la cancha.
Este River no se esconde. Da la cara siempre, puede jugar mejor o peor, pero jamás renuncia a su esencia. Con Pezzella y Huevo Acuña como pilares defensivos (Acuña, que cuando fue repatriado no estaba en la órbita de la selección y hoy vuelve a tener nivel de Scaloneta), con Kranevitter entendiendo a la perfección cuándo es el momento de presionar y cuándo no, con Simón mejorando notablemente (su asistencia a Colidio en el gol es una prueba de ello), y con el propio Colidio mostrando un fútbol maduro, aguantando el balón y destacándose, tanto en la Copa como lo hizo en La Boca.
En el segundo tiempo, es cierto que River no generó tantas situaciones de gol, pero no fue porque no lo intentara, sino porque el partido se jugó en otro terreno, en la fricción, en el cuerpo a cuerpo, y ahí River volvió a demostrar su temple. No rehuyó al juego brusco cuando fue necesario. Un caso particular fue el de Miguel Borja, desconectado, fuera de sintonía, con un ritmo cadencioso, como si llevara puestos botines Nike “Sleep”. Incluso, en algunos momentos, River recurrió al pelotazo (ante la presión alta de Colo Colo), pero Borja no pudo aguantar ninguna. Siempre lo anticiparon, lo superaron. Bareiro, por su parte, ingresó con energía y, con un par de corridas, se ganó los aplausos del Monumental.
Así está River, feliz, dejando a su eterno rival desorientado, aturdido y en serios problemas. Y, por si fuera poco, ya está en semifinales. Otra vez, después de cuatro años. Y con Marcelo Gallardo, ese entrenador que sabe de esto más que nadie.
Porque solo él, con su aura, su trabajo incansable, su magia y su impronta, pudo levantar a un equipo que, hace apenas dos meses, vagaba entre el desencanto y el escepticismo. El Muñeco logró elevar el nivel de varios jugadores (lo vimos en la Bombonera con Enzo Díaz, Fonseca, Lanzini, Pirez, quien ayer mismo fue uno de los pilares del equipo), extendió la profundidad del plantel y, lo más importante, hizo que la gente volviera a creer.
El Gallardismo es eso. Esas tribunas que no dejan de corear su nombre, que no paran de moverse al ritmo de la pasión, que no dejan de ovacionar a su líder. Porque Marcelo Gallardo ha cumplido con lo más difícil: devolverle la ilusión y la alegría a todo el pueblo riverplatense.